Razão e Fé

"A tradição católica desde o início rejeitou o assim chamado fideísmo, que é a vontade de crer contra a razão. Creio quia absurdum (creio porque é absurdo) não é fórmula que interpreta a fé católica. Deus, na verdade, não é absurdo, mas sim é mistério. O mistério, por sua vez, não é irracional, mas uma superabundância de sentido, de significado, de verdade. Se, olhando para o mistério, a razão vê escuridão, não é porque no mistério não tenha a luz, mas porque existe muita (luz). Assim como quando os olhos do homem se dirigem diretamente ao sol para olhá-lo, veem somente trevas; mas quem diria que o sol não é luminoso, antes a fonte da luz? A fé permite olhar o “sol”, Deus, porque é acolhida da sua revelação na história e, por assim dizer, recebe verdadeiramente toda a luminosidade do mistério de Deus, reconhecendo o grande milagre: Deus se aproximou do homem, ofereceu-se ao seu conhecimento, consentindo ao limite criador da sua razão (cfr Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm. Dei Verbum, 13). Ao mesmo tempo, Deus, com a sua graça, ilumina a razão, abre-lhe horizontes novos, imensuráveis e infinitos. Por isto, a fé constitui um estímulo a buscar sempre, a não parar nunca e nunca aquietar-se na descoberta inesgotável da verdade e da realidade. É falso o pré-juízo de certos pensadores modernos, segundo os quais a razão humana seria como que bloqueada pelos dogmas da fé. É verdade exatamente o contrário, como os grandes mestres da tradição católica demonstraram. Santo Agostinho, antes de sua conversão, busca com tanta inquietação a verdade, através de todas as filosofias disponíveis, encontrando todas insatisfatórias. A sua cansativa investigação racional é para ele uma significativa pedagogia para o encontro com a Verdade de Cristo. Quando diz: “compreendas para crer e creias para compreender” (Discurso 43, 9:PL 38, 258), é como se contasse a própria experiência de vida. Intelecto e fé, antes da divina Revelação, não são estranhas ou antagonistas, mas são ambas duas condições para compreender o sentido, para transpor a autêntica mensagem, se aproximando-se do limite do mistério. Santo Agostinho, junto a tantos outros autores cristãos, é testemunha de uma fé que se exercita com a razão, que pensa e convida a pensar. Neste sentido, Santo Anselmo dirá em seu Proslogion que a fé católica é fides quaerens intellectum, onde o buscar a inteligência é ato interior ao crer. Será sobretudo São Tomás de Aquino – forte nesta tradição – a confrontar-se com a razão dos filósofos, mostrando quanta nova fecunda vitalidade racional vem ao pensamento humano do acoplamento dos princípios e da verdade da fé cristã." (Trecho da Catequese de Bento XVI - Racionalidade da fé em Deus - 21/11/2012)

quarta-feira, 19 de fevereiro de 2014

EL DEBER DE LEGISLAR EN LO PENAL Por Ricardo Dip



Segue abaixo o texto referente à excelente palestra proferida pelo Desembargador Paulista Ricardo Henry Marques Dip, por ocasião do V Congresso da União Internacional dos Juristas Católicos, em Bogotá, aos 06 de fevereiro de 2014.



EL DEBER DE LEGISLAR EN LO PENAL

Por Ricardo Dip (Brasil)


Notre époque se caractérise par la «peur de punir» en tous domaines (…)” (Alain LAURENT)

Y, sin embargo:

La peine est faite pour la délinquant autant que pour la société” (Roger MERLE).


1.         De todos los ramos del Derecho −y de todos ellos cabería hablar de un inevitable vínculo con la Moral− parece que el Penal es aquel en que más estrechamente se apunta el carácter subalterno del saber jurídico al ético. Eso se debe a varias razones: ante todo, porque lo Penal es el ramo jurídico donde más se trata de la libertad, del ejercicio de actos libres por el hombre; además, porque en lo Penal se trata de estimular, de un lado, las acciones más necesarias a la buena convivencia política, y, de otro lado, es también donde se busca prohibir todo lo que puede, más gravemente, atentar contra la vida de la ciudad; y, sin aquí pretender agotar las razones, esa vinculación más estrecha entre lo Penal y la Moral también se explica desde la humana superior gravedad de las penas que se imparten y se aplican de hecho en la ejecución de los juicios penales.

2.         Bien se puede ver que las reglas penales de comportamiento activo y de restricciones de carácter negativo para el actuar humano en la ciudad, en la medida misma en que se influyen o incluso en que se asignan muy de cerca por la Moral, exigen, desde el arranque, una limitación prudencial del poder político −y eso para imponerle la adopción de los medios técnicos adecuados, desde los recortes del principio de legalidad, con las exigencias declarativas (la tipología descriptiva de los ilícitos) y la asignación estricta de las penas correspondientes a cada especie ilícita, hasta la inhibición de lo excesivo, sea de las incriminaciones de conductas, sea en la asunción de recursos (hoy demasiado frecuentes) a la subjetividad de los intérpretes y aplicadores de la ley penal (por ejemplo, en el actual desarrollo de los elementos normativos del tipo penal).

            Sin embargo, hay algo más y que en nuestros tiempos parece de importancia más urgente, porque, si de una parte no es deseable la potestas exageradamente criadora −con la exuberancia imaginativa de nuevos supuestos ilícitos penales (muchas veces resultantes de supuestos ideológicos, como los que, por ejemplo, se proponen ahora en defensa de “nuevos derechos” imaginados para la defensa de conductas tradicionalmente tenidas por moralmente ilícitas)−, de otra parte hay que ver que se ponen deberes de legislar en lo penal y, luego, de ejecutar las penas justas.

            En torno a ese deber de dictar normas penales, el deber de defensa de los bienes más graduados de la convivencia política, es que limitaré aquí mi pequeña ponencia.

3.         Comienzo ahora por recordar lo que es de conocimiento común: la pena justa es el suum penal. En otros términos, hay una res iusta pœnalis −una compensación o, quizás mejor dicho, una retribución (lo que puede acaecer por medio variado: multa, restricción de libertad personal, trabajo comunitario, e incluso la pena de muerte, si se da el caso), una retribución por un dado comportamiento, por una culpable conducta humana que previamente y en abstracto era ya clara y definidamente susceptible de atraer penas jurídicas; o sea, se trata de la restauración del orden metafísico, del orden lógico y del orden moral violados por una conducta culpable que ha lesionado gravemente, en la vida social, el ser, la verdad y el bien.

            En eso hay dos aspectos que me parecen relevantes apuntar: primero, el de la finalidad primacial retributiva de las penas, primado que no recusa alguna posible concurrencia de otros fines −que se dirían secundarios, accesorios− para las penas jurídicas (quizá meros efectos del cumplimiento del fin penal retributivo)−, sino que pone un acento legítimo en la meta que se persigue con el Derecho penal. Después,  el de la evidencia de que la res iusta pœnalis solamente puede cumplirse mediante la ejecución última de las penas −lo que no impide del todo su posible sustitución, siempre que sea prudentemente limitada.

            En esta última referencia está implícito el importante reconocimiento de que el Derecho penal, como todo el derecho, es, principalmente, la res iusta que se busca a modo de un obiectum rei effectæ, o sea, de modo concreto y terminativo (es decir, al fin de todo un proceso que, en lo penal, específicamente, va desde el acto ilícito hasta la ejecución que determina, de manera objetiva, lo justo de la pena).

            Bien se ve que estamos muy distantes de la idea hoy frecuente de un Derecho penal en que prevalece la importancia de la lex, de la norma abstracta, es decir, que toma la pena (cuando no el mismo ilícito) como simple obiectum rei affectæ (lo que conduce al predominio del abstracto sobre el concreto, de la regla sobre la realidad, con la antelación del terminus de la res iusta). Eso, que pudiera parecer una puntualización un tanto excesiva, no lo es en verdad, si luego se piensa que ese género de abstraccionismo de reglas está a la raíz de una relajación ejecutoria de las penas; esto en efecto puede entenderse, pues que la res iusta penal ya estaría cumplida en la propia ley y, en el límite, con la sentencia penal, sin que la ejecución efectiva de la pena pudiera agregarle un aporte esencial. No todo laxismo penal es, de hecho, una conciente adhesión ideológica a los abolicionismos y garantismos de todo género, sino que hay también en tal abolicionismo, y en larga medida, una influencia de la pérdida de la noción del obiectum rei effectæ de las penas.

            Se puede entroncar ahora este capítulo con la anterior referencia a que la finalidad primera de las penas es la retribución. Antes de seguir con el tema, querría mencionarles brevemente una novela de Claude Orcival −Le compagnon−, en la que el personaje principal, Catherine Chastenet, después de matar al marido y ante el Tribunal, confiesa expresamente la práctica del crimen (esto en contra de la estrategia de su abogado), pero −¡que sorpresa!− a la mujer la absuelven. Y protesta, vehementer: no quiere, no la pueden absolver, porque no podría vivir humanamente con la culpa. Con esta mujer va a encontrarse un sacerdote, que la consuela como puede, diciéndole que así es la posible y deficiente justicia humana… La pena de Catherine estaba en vivir toda su vida sin la pena jurídica que pudiera rectificar o compensar el acto tuerto, restaurar el orden quebrantado por el hecho ilícito y culpable que exigía rectificación, regreso de lo justo, retribución. Y, ¿por qué sufre Catherine, si no padece la pena jurídica? Pues sufre porque toma conciencia de que hay una conjunción de penas y que, de no cumplir una de ellas −la jurídica humana−, las otras de algún modo pueden permanecer siempre exigibles en su conjunto, sin que de la primera −la jurídica− pudiera Catherine esperar de ningún modo efectos para atenuar o borrar las otras. ¿Y qué penas son esas que se conjugan en torno al asesinato del marido de Catherine? Son de tres tipos: la pena jurídica o política (de la pólis), que no se ha aplicado en su caso, la pena de la conciencia moral y la pena que viene de Dios, de modo que, por no cumplir la jurídica que pensaba apropiada a su caso, la mujer se da cuenta de que las demás penas parecen más fuertes, hasta el punto de provocarle el persistente sentimiento de privación del bien, bien a que el alma arrepentida desea regresar.

            No viene al caso, respecto a este tema, tratar aquí de hacer discordancias, distinciones y enmiendas −algunas, de tenor teológico−, sino de apuntar la existencia de tales penas y la harmonía de la tríplice punibilidad, invocando una lección aclaradora de SANTO TOMÁS DE AQUINO, como sigue:

“(…)            consecuente es que aquél que se levante contra el orden establecido reciba de ese mismo orden (…) su castigo merecido.

(…)             fijándonos en los tres órdenes a que se somete la voluntad humana, puede el hombre ser castigado con triple pena. En primer término, la voluntad se somete al orden de la propia razón; segundo, al orden del hombre exterior que gobierna espiritual o temporalmente, política o económicamente; tercero, al orden universal del gobierno divino” (Suma teológica, Ia.-IIæ., q. 87, a. 1, corpus).


            Tres penas, por lo tanto: una, originada en el propio hombre pecador −el remorsus conscientiæ; otra, proveniente de la gobernación política (pena ab homine); por último, la pena que adviene de Dios.

            Así, al estado de culpa −reatus culpæ− sigue un débito de sanción, reatus pœnæ, situación que SANTO TOMÁS hace remontar a la fuente paulina: “Tribulatio et angustia in animam omnem operantis malum” (Rom. 2,9), a fin de concluir que, siendo el pecado agere el mal, así peccatum inducit pœnam (loc. cit., sed contra).

            Bien se ve que, si el pecado no se pune en el orden político −es decir, en la esfera de lo jurídico humano−, ya esto es causa de posibles nuevos pecados, de posibles nuevos pecadores y de posibles nuevas penas, ya que no se dan los debidos estímulos tanto al miedo de pecar como a la enmienda del pecador. Y es aun de SANTO TOMÁS la sabia lección de que no conviene cesar la pena mientras no cese la culpa: non est autem conveniens ut durante culpa cesset pœna (Super epistolas S. Pauli, ad Romanos, nº 194).   

4.         Ninguna creatura, ni mucho menos el hombre, puede tener más que un solo fin último, y este es Dios mismo. Por esto la justicia no puede ser un simple resultado variable de opiniones humanas: solo puede resultar, esto sí, de lo que dicta la misma y divina Ley de que es partícipe el hombre, sea por los evidentes artículos que, mediante el habitus de la sindéresis, aprehende él perfectamente, sea por las conclusiones que, puestas la experiencia moral y las reglas de la razón, los hombres, ut in pluribus, infieren de modo prójimo al principio de la sindéresis. Porque, de no ser así, el hombre no tendría un padrón universal de obrar, como implica lo tenga en orden a la consecución del fin de su naturaleza: y es que, teniendo el hombre, a su modo de ente racional, a Dios como fin, no es lo mismo hacer el bien o el mal, no es lo mismo ser probo y ser ímprobo, como si a Dios no Le importara un iota las concretas conductas humanas.

            El derecho, en cuanto es un medio de salvaguardia de la vida política del hombre, tiene que ser un instrumento de defensa de los fines humanos −maxime del Fin supremo (quid enim prodest homini si mundum universum lucretur, animæ vero suæ detrimentum patiatur? –SAN MATEO 16-26). Solo así, observante de la Ley natural, el derecho se pone al efectivo servicio de la dignidad humana (en la que tanto hoy se insiste), porque esta dignidad es participación en la misma superior y sempiterna dignidad de Dios, y exige, pues, la observación indeclinable de la Ley del Creador, Ley que in suo effectu puede y debe ser conocida por todos los hombres, pues la Ley natural está grabada in cordibus humanis para intimación evidente (per se nota) del obrar deseado por el Creador: “æterna legis (…) quae impressa nobis est” (SAN AGUSTÍN, De libero arbitrio, I, 6).

            El mismo Obispo de Hipona deja establecido, en Contra Faustum, que la Ley eterna de Dios −summa ratio Dei− impone desde siempre que se mantenga el orden natural, cuya turbación Dios prohíbe −ordinem naturalem conservari iubens, perturbari vetans (22-27)−, e de eso sigue lo dicho por SANTO TOMÁS: todas las leyes −o sea, las leyes dignas de este nombre−, todas las leyes proceden de la Ley eterna −omnes leges a lege æterna procedunt (S. th., Ia.-IIæ., q. 93, a. 3, sed contra), porque el poder de gobernar deriva del primer gobernante, y todas las leyes, inclusas las humanas, en cuanto verdaderas leyes, es de la suma ratio de Dios que extraen su razón de ser. En magnífica síntesis, SAN AGUSTÍN dirá: “En la ley temporal nada hay justo y legítimo que no hayan tomado los hombres de la ley eterna” (De lib. arb., I, 6).            

            Por todo esto, no pueden sorprender del todo −aunque sí lo puedan hacer en una clave de dominancia políticamente correcta− las sentencias con las que JÜRGEN BAUMANN, consagrado jurista y antiguo profesor de la Universidad de Tubinga, comienza su clásico Derecho penal −Conceptos fundamentales y sistema. Para este autor las normas del Derecho penal corren, en parte, paralelas a las normas da la Moral, porque, dice él, “la esencia del auténtico Derecho penal criminal concuerda con los diez mandamientos”, y prosigue: “(…) no puede ser un orden que oponga a los principios morales normas propias”, incluso porque −concluye− “no puede existir un orden socialmente correcto y moralmente reprochable”.

5.         No siempre, sin embargo, tenemos claro que las relaciones entre ilícito, culpa y persona poseen una marca única de autenticidad: el acto o hecho ilícito es siempre un obrar concreto persona adversus personas, un acto singular actuado por una persona en contra de otras, acto este que es la propia persona in acto. Esto lo vio muy agudamente el Santo Padre PÍO XII en el célebre discurso Accogliete, illustri, dirigido, en deciembre de 1954, a los participantes del VI Congreso Nacional de la Unione dei Giuristi Cattolici Italiani: “Il fatto colpevole”, dice el Papa, es siempre “una posizione di persona contro persona, tanto se l'oggetto immediato della colpa è una cosa, come nel furto, quanto se è una persona, come nell'omicidio”.  Pero, en la medida misma en que, mediante un acto concreto, una persona obra contra otra persona, está puesta una relación, un lazo que liga al agente del ilícito a la víctima directa de la acción y, más que eso – por tratarse de un acto practicado en la polis –, una relación que también se pone entre el agente y todas las otras personas de la comunidad (para no decir incluso, como lo sostienen algunos −por ejemplo, Négrier-Dormont y Stamatios Tzitzis−, que esta relación alcanza “toutes les autres personnes du monde”). Y, si, además, el acto culpable constituye, como lo constituye de hecho, un desprecio de la autoridad política, se configura también −son palabras ahora del Papa PIO XII− como “una opposizione contro Dio stesso, il suo supremo diritto e la sua somma maestà”.

            La autenticidad del acto criminal establece, en el tiempo de la comisión del hecho, la culpabilidad del agente, y, por esto, una vez establecido ya, en definitivo, el reatus culpæ, el estatuto de culpa sigue vigente y atractivo de las penas, como el golpe y el contragolpe (“colpo e contraccolpo” −PIO XII), como el precio necesario para restablecer el des-precio del ilícito.

            Si, al revés de la aplicación de la pena reintegradora del orden moral quebrantado y de la sanación de las lesiones políticas, se pone una relajación del castigo, se da de este modo un rompimiento de la estructura “ilícito-culpa-persona”, porque ya no se estima el hecho de que el reatus pœnæ es un efecto de la autenticidad de la culpa, y de que la pena pone frente a frente a una persona con otra. Siendo la autoridad política la persona que representa todas las personas afectadas por el acto criminal, y siendo la imposición de la pena la dimensión postrera de la tragedia personal del acto culpable, demitir por regla general la punición, abdicar −ordinariamente− la previsión de penas o su efectiva aplicación implica de algún modo una despersonalización, implica negar las deudas contraídas por una persona con otras y, más todavía, impedir que la privación del bien, mediante la pena, sirva de ejemplo a todos, “como antes sirvió de escándalo la culpa” −sicut sunt scandalizati de culpa (S.th., III, q. 69, a. 2, ad 3um). La pena legítima también es una relación personal −personæ contra personam, aunque, secundum quid,  etiam pro personis,  porque el sufrimiento impuesto concretamente a alguien le busca, al fin, su bien propio, pero, no menos, a todos los demás les sirve el bien social de la pena (S.th, Ia.-IIæ., q. 87, a. 3, ad 3um, y a. 8, ad 2um).

6.         Aunque, excepcionalmente, no se niega la posibilidad del ejercicio piadoso de la indulgencia de la autoridad, esto no puede ser una regla corriente e imprudente, sobre todo si es para temer que venga −con este propósito o sin él− en menoscabo más amplio de la rectitud moral de la comunidad.

            Por y desde la estrepitosa proclamación de supuestos nuevos “derechos” en estos tiempos que nos toca vivir −“derechos” que conciernen en especial a los temas de la vida, de la familia, de la libertad o libertinaje sexual, de la educación de la prole y, en general, de la cultura−, emergió también una desconstrucción de la normativa protectora de los bienes morales correspondientes, disolución a la que concurrieron, en unos tantos casos, leyes aparentes para custodia de acciones ya desde hacía mucho tenidas por gravemente lesivas al bien común y a la dignidad del hombre, dignidad que, como visto, no es dignidad sino por ser el hombre imago Dei, o sea: no es verdadera dignidad sino por la participación de la creatura racional en la infinitamente superior dignidad de Dios.             
           
            Ya JUAN PABLO II, en la Encíclica Evangelium vitae, ha subrayado la temática de estos “nuevos derechos”, poniendo por caso lo referible a la vida. Son sus palabras:

“(…)            nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de «delito» y a asumir paradójicamente el de «derecho», hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado” (nº 11).

            Y a esta referencia pueden aquí sumarse, tomadas al azar, las consideraciones de ÉLIZABETH MONTFORT en Le genre démasqué, y de ABELARDO LOBATO (“Nuevos derechos humanos”, in Lexicon):

“La noción de «persona» (escribió Montfort), ente capaz de crear relaciones con su semejante y fundamento de la noción de derecho en la sociedad, es sustituida por la de «individuo» que elije sus verdades, sus placeres y sus intereses, que legitima creando nuevos derechos sin fundamento objetivo” (p. 61).        
  
            Y ahora lo que dice LOBATO:
           
“Es claro que no basta una ley cualquiera, aun en el caso de que esté emanada por los organismos competentes, para fundar un auténtico derecho, como se acepta pacíficamente desde que se da por bueno la concepción rousoniana de la ley como expresión de la voluntad de una mayoría. Si la ley no es justa, no es ley sino corrupción de la ley y no puede obligar en conciencia. Pero de hecho tenemos leyes pro-aborto, pro-eutanasia emanadas de los Parlamentos. Tampoco puede darse por válido el capricho de los individuos que, haciendo de su capa un sayo, deciden sobre su propio sexo, se unen en parejas de homosexuales y pretenden disfrutar de los derechos que la sociedad concede a la institución de la familia formada por el matrimonio estable e indisoluble de varón y mujer con carácter público” (p. 901).
                  
            La competencia legislativa de la potestas política no tiene legítima discrecionalidad para esquivar la auctoritas de la rerum natura −que tiene en sí inscrita la Ley natural: desde luego, porque el poder político es solamente una derivación participativa de la autoridad de Dios; nunca es demasiado, en un siglo que está bajo el influjo de los devaneos de Rousseau, repetir las palabras del Apóstol: “no hay autoridad sino de parte de Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas −a Deo ordinatæ sunt” (SAN PABLO, Rom. 13-1).  De suerte que hay una especie de vicariato de Dios que ejercen los jefes políticos: la autenticidad del poder gubernativo humano proviene siempre de la auctoritas de Dios, lo que les impone limitaciones superiores, pues la constitución de la misma comunidad y de todas sus leyes no se puede concretar nunca en oposición a los dictámenes de la Ley divina, de cuya juridicidad son partícipes todas las instituciones humanas.

            Además, diversamente de lo que pasa, por ejemplo, con la sociedad conyugal −cuya formación regla directamente la Ley natural−, la naturalidad estructural de la comunidad política es solamente secundum quid, porque, si, de un lado, se exige la existencia de una societas perfecta temporal para satisfacer la propiedad natural del hombre de vivir en sociedad, ha de entenderse, de otro lado, que la concreta formación de la ciudad es un asunto histórico, sujeto a una variación posible de condiciones y circunstancias, aunque siempre se impone cumplir las superiores normas de la Ley eterna, entre las cuales está la que comete a la autoridad pública el cuidado del bien común. Y, en este sentido, el poder político debe valerse del Derecho penal: o sea, instituir y aplicar penas sensibles a fin de obligar a la observancia de la justicia (SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, III, c. 146, nº 3.193, y S.th., Ia.-IIæ., q. 87, a. 1, ad 2um).     

            Pero el tema que hoy día al parecer más importa es que no solo se da el caso muy frecuente de que, de hecho, el poder social no solo se aparte de la Ley natural de manera activa −por ejemplo, cum legibus corruptis: así las “leyes” que promueven el aborto, la eutanasia, el divorcio vincular−, sino también de que lo haga de modo negativo, omitiendo el poder humano las normas positivas necesarias a la eficacia política y a la defensa del orden querido por Dios. A las desviaciones de la ordenación de los actos humanos al fin deseado por el Creador debe corresponder un orden de penas (S.c.g., III, c. 140, nº 3.147), porque es por la pena −nisi per pœnam− que se da la reducción del desorden de la culpa al orden de la justicia (S.th., III, q. 86, a. 4, corpus; Ia.-IIæ., q. 87, a. 6, corpus).

            Y si, por la misma naturaleza de las cosas, el bien común exige el temor de la pena −timor pœnæ (S.th., Ia.-IIæ., q. 92, a. 2, corpus), tiene el poder político el deber de legislar en lo Penal, porque, además de que el ilícito atraiga el castigo en orden a la reintegración de la justicia (S.th., Ia.-IIæ., q. 87, a. 6, corpus; a. 3, corpus y ad 3um) y de que las penas tengan efecto medicinal (S.th., Ia.-IIæ., q. 87, a. 1, ad 2um, y IIa.-IIæ., q. 92, a. 2, ad 4um), hay algo del todo decisivo: y es que, aunque la ley natural prevé el castigo de los que pecan −qui peccat, puniatur−, no hay empero en la naturaleza disposiciones sobre la cualidad y la cuantidad de las penas, accidentes que, por lo tanto, deben determinarse por el legislador humano (S.th, Ia.-IIæ., q. 95, a. 2, corpus).

            Se falta, así, al deber de legislar en lo penal con la abstención de normas para determinar el castigo necesario a prohibir de modo eficaz no todos los actos viciosos, sino sí los que pueden destruir la sociedad humana (S.th., IIa.-IIæ, q. 77, a. 1, ad 1um; Ia.-IIæ. q. 96, a. 2, corpus, y a. 3, corpus): por poner un ejemplo que nos salta ahora a la vista, bastaría considerar la omisión de penas para el ilícito del homicidio de inocentes (a esta magna falta se debería agregar una lista de muchas otras omisiones respecto a la familia, así como la laxitud que atenta contra la fidelidad matrimonial y la indisolubilidad del vínculo conyugal, o también cerca de la permisión, hoy de moda y que al parecer no tiene límites, a la elección consensual de identidad sexual y al reconocimiento jurídico de cualesquiera modelos de unión sexual).

            Estamos a una altura en la que el menosprecio de la Ley divina provoca una situación creadora de anomía, en la que actos criminales por naturaleza (bastaría referir el aborto y la eutanasia) se van normalizando, porque se crean “falsos derechos” opuestos al orden natural y, pues, a la verdadera dignidad de los hombres. No podemos hallar la paz −sea la interior, sea la política− si no reencontramos el sentido del pecado y el de la necesidad de las penas. Y a las palabras con que Roger MERLE termina su La penitence y la peine −“El Estado debe la pena, aflictiva y coercitiva, a la víctima, a la sociedad, al propio delincuente”, agreguemos nosotros, por último, que la previsión y la aplicación de justas penas el Estado también las debe a Dios, Nuestro Creador.       

                

           
 

  

                                                             

                  

segunda-feira, 17 de fevereiro de 2014

Beata Jacinta, vidente de Fátima

Sobre a pequena Jacinta, vidente de Fátima, seguem postagens publicadas em 2010, por ocasião do centenário de seu nascimento, aqui reunidas. O corpo da beata permanece incorrupto, sinal de sua santidade. Chama nossa atenção como, com tão pouca  idade, aceitou doar-se em reparação dos pecados, imolando-se para conversão dos pecadores.



A missão da beata Jacinta em salvar a alma dos pecadores – Parte 1

Por seu ardente desejo de reparação dos pecados cometidos contra o Imaculado Coração de Maria, a vidente Jacinta de Fátima correspondeu ao sentido medular da mais profética das aparições marianas. Comemorando o centenário do seu nascimento, invoquemos a sua poderosa intercessão.


Tomás Agostinho Corrêa

Ao criar cada alma, Deus lhe designa uma missão específica que ela deverá cumprir, ajudada pela graça. Algumas — a maioria? a minoria? (a Igreja não se pronunciou a respeito) — atuam em sentido contrário à própria missão, e ao fim da vida, se chegaram até o pecado mortal e não se arrependem, são condenadas ao inferno. Muitas outras ficam a meio caminho, e após a morte, no Purgatório, deverão purificar-se da incorrespondência às graças recebidas, antes de serem levadas para o Céu.

Ao que tudo indica, apenas uma minoria corresponde plenamente à graça, depois de uma luta que não exclui as debilidades decorrentes do pecado original: são os santos, que são logo levados para o Paraíso celeste, podendo até passar algum tempo no Purgatório, para se purificarem dos últimos vestígios de pecado. A Igreja os apresenta como modelos e intercessores dos que estão in via – isto é, neste mundo – labutando por encontrar seu caminho para o Céu; ou, ao contrário, procurando subtrair-se ao chamado de Deus, fugindo d’Ele ou, pior ainda, levantando-se soberbamente contra Ele e tentando arrastar consigo outras almas para o inferno.
O Criador não aparece a cada homem para indicar-lhe sua missão, salvo casos excepcionais como o de São Paulo, derrubando-o do cavalo no caminho de Damasco. Para a grande maioria dos homens, Deus indica a respectiva missão pelos acontecimentos da vida, seus gostos, inclinações e apetências boas, inspirações recebidas, de tal forma que a alma atenta aos movimentos bons da graça no seu interior, ou aos fatos que lhe sucedem, encaminha-se mais ou menos conscientemente para o fim que Deus lhe designou (ou, pelo contrário, recusa essa vocação e dela se afasta).
Analisada à luz destas considerações de índole teológica, a vida da beata Jacinta Marto — cujo centenário de nascimento celebramos no dia 11 de março de 2010 — é exemplo da alma que despertou para a sua vocação, não só por ter visto Nossa Senhora, mas também pela compreensão do sentido medular da mensagem de Fátima: a necessidade de rezar pela conversão dos pecadores e oferecer reparação pelos seus pecados, que ofendem a Deus e ferem o Coração Imaculado de Maria. Ela compreendeu que, como os pecados estão continuamente crescendo em número e gravidade, e se essa penitência não for feita, desabarão sobre a humanidade os tremendos castigos anunciados por Nossa Senhora no chamado “segredo de Fátima”.
Alguns fatos da vida de Jacinta mostrarão ao leitor como ela levou a sério essa advertência, compenetrou-se de sua missão e imolou-se pela conversão dos pecadores.
Firmeza de Jacinta propiciou a continuidade das aparições
Jacinta é carregada depois de uma das aparições, para ser protegida da multidão
Jacinta é carregada depois de uma das aparições, para ser protegida da multidão
Como se sabe, a mãe de Lúcia não acreditava na realidade das aparições. Queria obrigá-la a desmentir que tivesse visto Nossa Senhora, não poupando para isso (como contou depois a própria Irmã Lúcia) “carinhos, ameaças, nem mesmo o cabo da vassoura” (I Memória, p. 32 — ver Bibliografia no fim do artigo). Levou-a ao prior da freguesia de Fátima, o qual, mantendo uma atitude de reserva, interrogou-a com amenidade, mas ao fim levantou a hipótese de que poderia “ser um engano do demônio” (II Memória, p. 68).
A hipótese desencadeou compreensível tormenta na alma de Lúcia, que começou a hesitar sobre a conveniência de se apresentar de novo no local das aparições. Ao manifestar a seus primos a dúvida em que se debatia, Jacinta logo a desfez com uma encantadora lógica infantil: “Não é o demônio, não! O demônio dizem que é muito feio e que está debaixo da terra, no inferno; e aquela Senhora é tão bonita, e nós vimo-La subir ao Céu” (II Memória, p. 68).
Isso apaziguou um tanto a alma de Lúcia, mas a dúvida persistia. Esmoreceu nela o entusiasmo inicial pela prática do sacrifício e da mortificação. Assim, na véspera da terceira aparição (13 de julho de 1917) resolveu não voltar mais à Cova da Iria (local das aparições). Chamou então Jacinta e Francisco, e informou-os de sua resolução. Eles responderam: “Nós vamos. Aquela Senhora mandou-nos lá ir” (II Memória, p. 69). E Jacinta pôs-se a chorar, por Lúcia não querer ir.
No dia seguinte, Lúcia sentiu-se de repente impelida a ir, por uma força superior à qual não resistiu. Pôs-se a caminho, passando antes pela casa dos primos. Encontrou-os no quarto, de joelhos ao pé da cama, a chorar.
— “Então, vocês não vão? – perguntou Lúcia.
— Sem ti, não nos atrevemos a ir. Anda, vem!
— Já cá vou” – respondeu Lúcia (cfr. II Memória, p. 70).
E puseram-se alegres a caminho…
Já na aparição de 13 de junho, algo semelhante ocorrera: Lúcia fraquejava diante dos “afagos” da mãe, e a firmeza de Jacinta e Francisco vencera as relutâncias da vidente mais velha das aparições.

A missão da beata Jacinta em salvar a alma dos pecadores – Parte 2

Seriedade e lógica em tirar as conseqüências

Lucia, Francisco e Jacinta
Lucia, Francisco e Jacinta
Antes das aparições de Nossa Senhora, os três videntes tinham a recomendação dos pais de rezar o terço, mas “despachavam” a oração de maneira mais rápida, para irem logo brincar: pronunciavam apenas as primeiras palavras, Padre-Nosso (como se dizia então o que hoje corresponde ao Pai-Nosso) e Ave-Maria. No dia seguinte à primeira aparição, depois de soltar as ovelhas na Cova da Iria, Jacinta sentou-se pensativa numa pedra. Lúcia disse:
— “Jacinta, anda a brincar.
— Hoje não quero brincar.
— Por que não queres brincar?
— Porque estou a pensar. Aquela Senhora nos disse para rezarmos o terço e fazermos sacrifícios pela conversão dos pecadores. Agora, quando rezarmos o terço, temos que rezar a Ave-Maria e o Padre-Nosso inteiros. E os sacrifícios, como os havemos de fazer?” (I Memória, pp. 29-30).
Fora Jacinta a primeira a compreender que essa não era uma maneira séria de rezar o terço, e tirou logo a conseqüência.
Foi também a primeira a procurar os meios de fazer sacrifícios: a primeira idéia que lhe ocorreu foi distribuir a merenda do almoço para umas crianças de uma localidade próxima, chamada Moita, que esmolavam nas aldeias vizinhas. Ao vê-las, Jacinta disse: “Demos a nossa merenda àqueles pobrezinhos, pela conversão dos pecadores” (I Memória, p. 31). E correu a levá-la.
Felizes, as referidas crianças pobres procuravam encontrar os videntes e passaram a esperá-los pelo caminho. E Jacinta, logo que as via, corria a levar-lhes tudo que não lhe fizesse falta.
Naturalmente, no fim da tarde sentiam fome. Conta a Irmã Lúcia: “Havia ali algumas azinheiras e carvalhos. A bolota estava ainda bastante verde, no entanto disse-lhe [à Jacinta] que podíamos comer dela. O Francisco subiu numa azinheira para encher os bolsos, mas a Jacinta lembrou-se de que podíamos comer das dos carvalhos, para fazer o sacrifício de comer a amarga. E lá saboreamos, naquela tarde, aquele ‘delicioso’ manjar. A Jacinta tomou este por um dos seus sacrifícios habituais. Colhia as bolotas dos carvalhos ou a azeitona das oliveiras. Um dia eu disse-lhe:
— Jacinta, não comas isso, que amarga muito.
— Pois é por amargar que como, para converter os pecadores” (I Memória, p. 31).
Outro sacrifício foi o da sede. Um dia, a mãe de Lúcia mandou-a levar o rebanho numa pastagem muito distante, que uma amiga lhe havia oferecido. Era um dia escaldante de verão. Lá chegados, a sede fazia-se sentir. A narração é da Irmã Lúcia:
“A princípio oferecíamos o sacrifício com generosidade, pela conversão dos pecadores, mas, passada a hora do meio-dia, não se resistia. Propus então aos meus companheiros ir a um lugar que ficava perto, pedir um pouco d’água. Aceitaram a proposta, e lá fui bater à porta de uma velhinha que, ao dar-me uma infusa com água, me deu também um bocado de pão, que aceitei com reconhecimento e corri a distribuir com meus companheiros. Em seguida, dei a infusa ao Francisco e disse que bebesse.
— Não quero beber – respondeu.
— Por quê?
— Quero sofrer pela conversão dos pecadores.
— Bebe tu, Jacinta.
— Também quero oferecer o sacrifício pelos pecadores.
Deitei então a água na concavidade de uma pedra, para que a bebessem as ovelhas, e fui levar a infusa à dona” (I Memória, pp. 31-32).
Os exemplos poderiam ser multiplicados, porque tinham adquirido o costume de, de vez em quando, oferecer a Deus o sacrifício de passar nove dias ou até um mês sem beber.

A missão da beata Jacinta em salvar a alma dos pecadores – Parte 3

Uma corda áspera ao modo de cilício

Jacinta não medida esforços pela conversão dos pecadores
Na aparição de agosto — realizada dias depois do dia 13, pois nesse dia haviam sido raptados pelo administrador de Ourém, que lhes quis arrancar à força o segredo — a Santíssima Virgem recomendou-lhes de novo a prática da mortificação: “Rezai, rezai muito e fazei sacrifícios pelos pecadores, que vão muitas almas para o inferno, por não haver quem se sacrifique e peça por elas” (II Memória, p. 75).
Passados alguns dias, caminhando os videntes com suas ovelhas, Lúcia deparou com um pedaço de corda de uma carroça. Pegando-a, a brincar, atou-a num braço e logo notou que a corda a magoava. Disse então aos primos: “Olhem, isto faz doer; podíamos atá-la à cinta e oferecer a Deus este sacrifício”  (II Memória, p. 75). Todos aceitaram a idéia, e retalhando a corda em três pedaços, passaram a usá-la de dia e de noite. A aspereza da corda, apertada demasiadamente, fazia-os sofrer horrivelmente. Jacinta deixava às vezes cair algumas lágrimas, pelo incômodo que sentia. Lúcia dizia-lhe para tirar a corda, mas ela respondia: “Não. Quero oferecer este sacrifício a Nosso Senhor, em reparação e pela conversão dos pecadores” (II Memória, p. 75).
Por esta resposta, pode-se ver até  que ponto Jacinta estava imbuída do espírito de reparação. Por isso, na aparição de setembro, Nossa Senhora lhes disse: “Deus está contente com os vossos sacrifícios, mas não quer que durmais com a corda, trazei-a só durante o dia” (II Memória, p. 77).
Noutra ocasião, Jacinta deparou com umas urtigas, com as quais se picou. Logo advertiu os companheiros: “Olhem, olhem outra coisa com que nos podemos mortificar!”  (cfr. II Memória, p. 75-76). Desde então adotaram o costume de dar, de vez em quando, alguns golpes com as urtigas nas pernas, para oferecerem a Deus mais este sacrifício.
Estes exemplos edificavam os católicos que liam as Memórias da Irmã Lúcia, onde estão narrados. No mundo hedonista de hoje, em que os homens colocam o prazer (lícito ou ilícito) como bem supremo, que efeito eles causam? A idéia de reparação dos pecados pelo sofrimento, em certos casos levado até o holocausto de si mesmo, lhes escapa completamente. Talvez algum deles diga: “Não pensei que o fanatismo religioso chegasse a esse ponto”. Por isso, já São Paulo advertia: “Nós pregamos a Cristo crucificado, escândalo para os judeus, loucura para os gentios” (I Cor. 1,23).

A missão da beata Jacinta em salvar a alma dos pecadores – Parte 4


Compenetração do castigo que paira sobre o mundo
jacinta
A impressão que o segredo de Fátima causou sobre a pequena Jacinta foi tão grande que a Irmã Lúcia, diante do pedido do bispo de Leiria para que pusesse por escrito tudo mais de que se lembrasse da vida de sua prima, tomou isso como um sinal do Céu de que era chegado o momento de revelar as duas primeiras partes do segredo. Pois não lhe era possível narrar certos fatos sem mencionar a grande impressão que o segredo provocou na alma de Jacinta.

Em primeiro lugar a visão do inferno, que explica o zelo dela pela salvação das almas, como os fatos até  aqui narrados demonstram de sobejo. Ademais, o castigo de guerras e perseguições à Santa Igreja, que Nossa Senhora anuncia se os homens não cessarem de ofender a Deus. Esse fundo de quadro está  presente em várias visões particulares que Jacinta teve, e que denotam o fundo de suas cogitações.
Assim, por exemplo, numa tarde de agosto de 1917, estando os videntes sentados nos rochedos do outeiro do Cabeço  — onde, no ano anterior, um Anjo lhes aparecera — Jacinta pôs-se subitamente a rezar a oração que o Anjo lhes ensinara, e depois de um profundo silêncio disse à prima: “Não vês tanta estrada, tantos caminhos e campos cheios de gente a chorar com fome e não têm nada para comer? E o Santo Padre numa igreja diante do Imaculado Coração de Maria a rezar? E tanta gente a rezar com ele?” (III Memória, p. 110).
A Irmã Lúcia acrescenta: “Passados alguns dias, perguntou-me:
— Posso dizer que vi o Santo Padre e toda aquela gente?
— Não. Não vês que isso faz parte do segredo?! Que por aí logo se descobria?
— Está bem. Então não digo nada” (III Memória, p. 110).
Um dia, em casa de Jacinta, Lúcia encontrou-a muito pensativa e interrogou-a:
— “Jacinta, que estás a pensar?
— Na guerra que há de vir. Há de morrer tanta gente! E vai quase toda para o inferno! Hão de ser arrasadas muitas casas e mortos muitos padres. Olha, eu vou para o Céu; e tu, quando vires de noite essa luz que aquela Senhora disse que vem antes, foge para lá também” (III Memória, p. 110).
Jacinta recomendou fidelidade a Lúcia
A compreensão profunda da Mensagem de Fátima vê-se em todos os pensamentos expressos por Jacinta. Como se sabe, na primeira aparição Nossa Senhora tinha
Jacinta (sentada) e Lucia
Jacinta (sentada) e Lucia
dito que a levaria logo para o Céu. Mais tarde, em aparições particulares, disse-lhe que seria transferida para Lisboa e lá morreria sozinha; mas que não temesse, porque a própria Mãe de Deus estaria com ela, como de fato aconteceu. Os livros que tratam de Fátima descrevem os fatos com pormenores. Destaquemos um.
Pouco antes de ir para o hospital, lembrando-se de que Lúcia fraquejara em vários momentos, Jacinta disse a ela: “Já me falta pouco para ir para o Céu. Tu ficas cá  para dizeres que Deus quer estabelecer no mundo a devoção ao Imaculado Coração de Maria. Quando for para dizeres isso, não te escondas, dize a toda a gente que Deus nos concede as graças por meio do Coração Imaculado de Maria, que lhas peçam a Ela, que o Coração de Jesus quer que, a seu lado, se venere o Coração Imaculado de Maria. Que peçam a paz ao Imaculado Coração de Maria, que Deus lha entregou a Ela. Se eu pudesse meter no coração de toda a gente o lume que tenho cá dentro no peito a queimar-me e a fazer-me gostar tanto do Coração de Jesus e do Coração de Maria!” (III Memória, p. 112).


A missão da beata Jacinta em salvar a alma dos pecadores – Parte final

Poderosa intercessora diante de Nossa Senhora

jacint2
Tanto ardor de devoção ao Imaculado Coração de Maria, que queimava dentro de seu peito, nos faz compreender que era procurada já em vida para obter graças especiais de Nossa Senhora. Narra Lúcia: “Encontrou-nos, um dia, uma pobre mulher e, chorando, ajoelhou-se diante de Jacinta, a pedir-lhe que obtivesse de Nossa Senhora a cura de uma terrível doença. A Jacinta, ao ver de joelhos diante de si uma mulher, afligiu-se e pegou-lhe nas mãos trêmulas para a levantar. Mas vendo que não era capaz, ajoelhou-se também e rezou com a mulher três Ave-Marias; depois pediu-lhe que se levantasse, que Nossa Senhora havia de curá-la. E não deixou mais de rezar todos os dias por ela, até que, passado algum tempo, tornou a aparecer para agradecer a Nossa Senhora a sua cura” (I Memória, p. 40).

Um outro caso, dentre muitos, também narrado por Lúcia:
“Uma tia minha, casada na Fátima, de nome Vitória, tinha um filho que era um verdadeiro pródigo. Não sei por quê, havia tempo que tinha abandonado a casa paterna, sem se saber que era feito dele. Aflita, minha tia veio um dia a Aljustrel, para eu pedir a Nossa Senhora por aquele seu filho. Não me encontrando, fez o pedido à Jacinta. Esta prometeu pedir por ele. Passados alguns dias, apareceu em casa a pedir perdão aos pais, e depois foi a Aljustre contar a sua desventurada sorte.
Depois (contava ele) de haver gastado tudo que tinha roubado, andou vário tempo por lá, feito vadio, até que foi metido na cadeia de Torres Novas. Algum tempo depois de ali estar, conseguiu uma noite escapar-se e meteu-se por entre montes e pinhais desconhecidos. Julgando-se completamente perdido, entre o susto de ser apanhado e a escuridão da noite cerrada e tempestuosa, encontrou-se com o único recurso da oração. Caiu de joelhos e começou a rezar. Passados alguns minutos, afirmava ele, apareceu-lhe a Jacinta, pegou-lhe pela mão e o conduziu à estrada de macadame que vem do Alqueidão ao Reguengo, fazendo-lhe sinal que continuasse por ali. Quando amanheceu, achou-se a caminho de Boleiros, reconheceu o ponto onde estava e, comovido, dirigiu-se à casa dos pais.
Ora bem, ele afirmava que a Jacinta lhe tinha aparecido, que a tinha reconhecido perfeitamente. Eu perguntei a Jacinta se era verdade ela lá ter ido com ele. Respondeu-me que não, que nem sabia onde eram esses pinhais e montes onde ele se perdeu.
— Eu só rezei e pedi muito a Nossa Senhora por ele, com pena da tia Vitória.
Corpo incorrupto de Jacinta
Corpo incorrupto de Jacinta
— Como foi então isso?
— Não sei, sabe-o Deus” (IV Memória, pp. 175-176).
Podemos imaginar perfeitamente que um anjo tomou a figura de Jacinta, para indicar ao beneficiado a intercessora de sua salvação!
Se tal é o poder de intercessão de Jacinta junto a Nossa Senhora, os devotos de Fátima podem valer-se dela em suas necessidades materiais e espirituais, acrescentando no fim de sua oração a jaculatória: Beata Jacinta Marto, rogai por nós! Mas ela se identificou de tal maneira com a Mensagem de Fátima, que seria melhor invocá-la, como a chama o Pe. Fernando Leite SJ, como Beata Jacinta de Fátima.
Parece-nos que, neste ano do centenário do seu nascimento, seria esta uma homenagem que agradaria a Nossa Senhora. Julgue a Santa Igreja esta despretensiosa sugestão!

Bibliografia
· Memórias da Irmã Lúcia, compilação do Pe. Luís Kondor SVD, Vice-Postulação–Fátima, 6ª Ed., 1990.
· Cônego José Galamba de Oliveira, Jacinta, Gráfica de Leiria, 7ª Ed., 1976.
· Padre Joaquín María Alonso CMF, Doctrina y espiritualidad del Mensaje de Fátima, Cap. VIII, Jacinta, la víctima de la reparación cordimariana, Arias Montano Editores, 1990, pp. 131-147.
· Padre Fernando Leite SJ, Jacinta de Fátima, Editorial A.O., Braga, 5ª Ed., 1999

Disponível em http://www.adf.org.br/home/category/jacinta/

domingo, 16 de fevereiro de 2014

Você acredita no aborto "legal"?

(uma crença difícil de ser extirpada do meio jurídico)

A crença nos quatro elementos
Fogo, ar, terra e água eram considerados os elementos que formavam o universo material. Essa teoria, que remonta a Empédocles (cerca de 490-435 a.C.), foi retomada por Aristóteles (384/385–322 a.C.) e permaneceu por séculos. Santo Agostinho (354-430) refere-se aos “quatro conhecidíssimos elementos”[1] e Santo Tomás de Aquino (1225-1274) cita-os inúmeras vezes em suas obras. René Descartes (1596-1650), o pai da filosofia moderna e grande crítico de Aristóteles, não fez grandes mudanças nessa teoria; apenas reduziu os quatro elementos a três, excluindo a água[2]. Foi sobretudo a partir dos experimentos de Lavoisier (1743-1794) que os quatro elementos foram abandonados, cedendo lugar à teoria atômica de Dalton (1766-1844).  

A crença no aborto legal
Segundo uma teoria que remonta a Nelson Hungria, o Código Penal brasileiro considera “legal” o aborto diretamente provocado em duas hipóteses: (I) quando não há outro meio – que não o aborto – para salvar a vida da gestante; e (II) quando a gravidez resulta de estupro e o aborto é precedido do consentimento da gestante. Essa teoria vem atravessando as gerações de juristas e tem sido passivamente recebida e mecanicamente repetida pelos estudantes de Direito. Está tão consolidada que quem ousa questioná-la é recebido com espanto. Tornou-se um dogma contra o qual não se pode argumentar. Há, porém, uma diferença notável entre a teoria física dos quatro elementos e a teoria jurídica do aborto “legal”.
A primeira apresentava-se como plausível: não era possível demonstrá-la, mas também não se sabia como refutá-la com o puro raciocínio. Somente com o emprego da balança na química experimental, é que ela se mostraria inconsistente.
A segunda – a do aborto “legal” – não requer dados experimentais para ser questionada. Pode ser refutada com o puro raciocínio. Se ainda hoje grande parte dos juristas a aceita, é sobretudo porque não se deu o trabalho de raciocinar.

 Examinando criticamente o aborto “legal”
O estudioso de Direito precisa responder a duas perguntas:
1)   de fato o Código Penal “permite” o aborto em alguma hipótese?
2)   se “permitisse”, tal aborto seria admitido pela Constituição Federal?
Quem examina atentamente o artigo 128 do Código Penal não encontra uma redação que indique que algum aborto é “permitido”. Lá nem sequer está escrito que algum aborto “não é crime”. Afirma-se apenas que em duas hipóteses o crime do aborto “não se pune”:
Art. 128 - Não se pune o aborto praticado por médico:
I - se não há outro meio de salvar a vida da gestante;
II - se a gravidez resulta de estupro e o aborto é precedido de consentimento da gestante ou, quando incapaz, de seu representante legal.
A redação é típica de uma escusa absolutória. O crime permanece, mas a lei deixa de aplicar a pena ao criminoso. Algo semelhante ocorre com o filho que furta dos pais (art. 181, CP) ou com a mãe que esconde seu filho delinquente da polícia (art. 348, § 2º, CP). É o que explica Marco Antônio da Silva Lemos:
Demais disso, convém lembrar, logo de imediato, que o art. 128, CP, e seus incisos, não compõem hipóteses de descriminalização do aborto. Naquele artigo, não está afirmado que ‘não constitui crime’ o aborto praticado por médico nas situações dos incisos I e II. O que lá está dito é que ‘não se pune’ o aborto nas circunstâncias daqueles incisos. Portanto, em nossa legislação penal, o aborto é e continua crime, mesmo se praticado por médico para salvar a vida da gestante e em caso de estupro, a pedido da gestante ou de seu responsável legal. Apenas - o que a legislação infraconstitucional pode e deve fazer, porque a Constituição, como irradiação de grandes normas gerais, não é código e nem pode explicitar tudo - não será punido penalmente, por razões de política criminal.[3]
Como todo crime, o aborto cometido em tais casos deve ser investigado por um inquérito policial. O médico só ficará isento de pena se, ao final, for comprovada a ocorrência de alguma das hipóteses acima. De nada adianta um alvará judicial para “autorizar” a prática do aborto (ou de qualquer outro crime). O único efeito do alvará é tornar o juiz partícipe do delito.
Aliás, mesmo quando alguém mata em legítima defesa (nesse caso se exclui não só a pena, mas o próprio crime), é necessário que um inquérito policial verifique se de fato o agente estava diante de uma agressão injusta e atual ou iminente e se usou de meios moderados para repeli-la (cf. art. 25, CP). Não basta a simples palavra do agente nem uma “autorização” prévia do juiz para praticar o fato.
Alguns defensores da teoria do aborto “legal”, como Mirabete e Magalhães Noronha, reconhecem que a redação “não se pune” do artigo 128, CP, não favorece sua tese. Frederico Marques e Damásio tentam inutilmente, com um malabarismo verbal, demonstrar que “não se pune o aborto” equivale a “é lícito o aborto”[4].
No entanto, ainda que a redação do artigo 128, CP, dissesse claramente que algum aborto é “permitido”, haveria uma outra questão a ser enfrentada: pode ser constitucional uma lei que autoriza a morte direta de um inocente? Como conciliar essa suposta permissão para o aborto com uma Constituição que garante a todos a “inviolabilidade do direito à vida” (art. 5º, caput, CF) e assegura à criança tal direito “com absoluta prioridade” (art. 227, caput, CF)? Como admitir que o Código Penal “permita” que a criança sofra pena de morte por causa do crime de estupro cometido por seu pai, se a Constituição afirma solenemente que “nenhuma pena passará da pessoa do condenado” (art. 5º, XLV, CF)? E mais: como conciliar alguma permissão para o aborto com o reconhecimento pelo Pacto de São José da Costa Rica de que o nascituro é pessoa?[5]

 O dilema do aborto “legal”
Os defensores da tese do aborto “legal” encontram-se diante de um dilema.
1. Se admitem que o artigo 128, CP, não permite o aborto, mas somente deixa de aplicar a pena para o crime já consumado, renunciam a sua tese.
2. Se insistem em dizer que esse artigo permite o aborto, então são forçados a admitir que ele é inconstitucional. Se é assim, tal artigo simplesmente não está em vigor. Ou seja, o criminoso que praticar o aborto naquelas duas hipóteses nem sequer gozará da isenção de pena; sua conduta será enquadrada nos outros artigos que incriminam e punem o aborto (arts. 124, 125 e 126, CP).
abolegal

Conclusão
A crença na teoria dos quatro elementos durou muito tempo, mas não causou grandes prejuízos à humanidade. Ao contrário, a crença na doutrina do aborto “legal” tem causado imensos danos à população brasileira. Hospitais públicos têm-se especializado em praticar aborto quando a gravidez resulta de um suposto estupro, médicos acham que são obrigados a cumprir a “lei” (?) ou a “ordem” (?) judicial, autoridades policiais não instauram inquérito para apurar os fatos, crianças inocentes são mortas em série... Queira Deus que surjam novos juristas para destruírem essa crença tão perniciosa.
Anápolis, 11 de janeiro de 2013.
Pe. Luiz Carlos Lodi da Cruz
Presidente do Pró-Vida de Anápolis


[1] SANTO AGOSTINHO, Comentário ao Gênesis, livro 7, cap. 21, n. 30.
[2] Cf. RENÉ DESCARTES. O mundo (ou tratado da luz), cap. V.
[3]Marco Antônio Silva LEMOS, O Alcance da PEC 25/A/95. Correio Braziliense, 18 dez. 1995, Caderno Direito e Justiça, p. 6.
[4] Cf. CRUZ, Luiz Carlos Lodi da. Aborto na rede hospitalar pública: o Estado financiando o crime. Anápolis: Múltipla, 2007, p. 71-73.
[5] Cf. art. 1º, n. 2 e art. 3º. Segundo recente entendimento do STF, esse Pacto tem status “supralegal”, estando abaixo da Constituição, mas acima de toda a legislação interna (cf. Recurso Extraordinário349703/RS, acórdão publicado em 05/06/2009).


Fonte: http://www.providaanapolis.org.br/index.php/todos-os-artigos/item/348-voce-acredita-no-aborto-legal