Segue abaixo o texto referente à excelente palestra proferida pelo Desembargador Paulista Ricardo Henry Marques Dip, por ocasião do V Congresso da União Internacional dos Juristas Católicos, em Bogotá, aos 06 de fevereiro de 2014.
EL DEBER DE LEGISLAR EN LO PENAL
Por Ricardo
Dip (Brasil)
“Notre époque se
caractérise par la «peur de punir» en tous domaines (…)” (Alain LAURENT)
Y, sin embargo:
“La peine est faite
pour la délinquant autant que pour la société” (Roger MERLE).
1. De
todos los ramos del Derecho −y de todos ellos cabería hablar de un inevitable
vínculo con la Moral− parece que el Penal es aquel en que más estrechamente se
apunta el carácter subalterno del saber jurídico al ético. Eso se debe a varias
razones: ante todo, porque lo Penal es el ramo jurídico donde más se trata de
la libertad, del ejercicio de actos libres por el hombre; además, porque en lo
Penal se trata de estimular, de un lado, las acciones más necesarias a la buena
convivencia política, y, de otro lado, es también donde se busca prohibir todo
lo que puede, más gravemente, atentar contra la vida de la ciudad; y, sin aquí
pretender agotar las razones, esa vinculación más estrecha entre lo Penal y la
Moral también se explica desde la humana superior gravedad de las penas que se
imparten y se aplican de hecho en la ejecución de los juicios penales.
2. Bien
se puede ver que las reglas penales de comportamiento activo y de restricciones
de carácter negativo para el actuar humano en la ciudad, en la medida misma en que
se influyen o incluso en que se asignan muy de cerca por la Moral, exigen, desde
el arranque, una limitación prudencial del poder político −y eso para imponerle
la adopción de los medios técnicos adecuados, desde los recortes del principio
de legalidad, con las exigencias declarativas (la tipología descriptiva de los
ilícitos) y la asignación estricta de las penas correspondientes a cada especie
ilícita, hasta la inhibición de lo excesivo, sea de las incriminaciones de
conductas, sea en la asunción de recursos (hoy demasiado frecuentes) a la
subjetividad de los intérpretes y aplicadores de la ley penal (por ejemplo, en
el actual desarrollo de los elementos normativos del tipo penal).
Sin
embargo, hay algo más y que en nuestros tiempos parece de importancia más
urgente, porque, si de una parte no es deseable la potestas exageradamente criadora −con la exuberancia imaginativa de
nuevos supuestos ilícitos penales (muchas veces resultantes de supuestos
ideológicos, como los que, por ejemplo, se proponen ahora en defensa de “nuevos
derechos” imaginados para la defensa de conductas tradicionalmente tenidas por
moralmente ilícitas)−, de otra parte hay que ver que se ponen deberes de legislar en lo penal y, luego,
de ejecutar las penas justas.
En
torno a ese deber de dictar normas penales, el deber de defensa de los bienes
más graduados de la convivencia política, es que limitaré aquí mi pequeña
ponencia.
3. Comienzo
ahora por recordar lo que es de conocimiento común: la pena justa es el suum penal. En otros términos, hay una res iusta pœnalis −una compensación o, quizás mejor dicho, una
retribución (lo que puede acaecer por medio
variado: multa, restricción de libertad personal, trabajo comunitario, e
incluso la pena de muerte, si se da el caso), una retribución por un dado
comportamiento, por una culpable conducta humana que previamente y en abstracto
era ya clara y definidamente susceptible de atraer penas jurídicas; o sea, se
trata de la restauración del orden metafísico, del orden lógico y del orden
moral violados por una conducta culpable que ha lesionado gravemente, en la
vida social, el ser, la verdad y el bien.
En
eso hay dos aspectos que me parecen relevantes apuntar: primero, el de la
finalidad primacial retributiva de las penas, primado que no recusa alguna
posible concurrencia de otros fines −que se dirían secundarios, accesorios−
para las penas jurídicas (quizá meros efectos del cumplimiento del fin penal
retributivo)−, sino que pone un acento legítimo en la meta que se persigue con
el Derecho penal. Después, el de la
evidencia de que la res iusta pœnalis
solamente puede cumplirse mediante la ejecución última de las penas −lo que no
impide del todo su posible sustitución, siempre que sea prudentemente limitada.
En
esta última referencia está implícito el importante reconocimiento de que el Derecho
penal, como todo el derecho, es, principalmente, la res iusta que se busca a modo de un obiectum rei effectæ, o sea, de modo concreto y terminativo (es
decir, al fin de todo un proceso que, en lo penal, específicamente, va desde el
acto ilícito hasta la ejecución que determina, de manera objetiva, lo justo de
la pena).
Bien
se ve que estamos muy distantes de la idea hoy frecuente de un Derecho penal en
que prevalece la importancia de la lex,
de la norma abstracta, es decir, que toma la pena (cuando no el mismo ilícito)
como simple obiectum rei affectæ (lo
que conduce al predominio del abstracto sobre el concreto, de la regla sobre la
realidad, con la antelación del terminus
de la res iusta). Eso, que pudiera
parecer una puntualización un tanto excesiva, no lo es en verdad, si luego se
piensa que ese género de abstraccionismo de reglas está a la raíz de una
relajación ejecutoria de las penas; esto en efecto puede entenderse, pues que
la res iusta penal ya estaría
cumplida en la propia ley y, en el límite, con la sentencia penal, sin que la
ejecución efectiva de la pena pudiera agregarle un aporte esencial. No todo
laxismo penal es, de hecho, una conciente adhesión ideológica a los
abolicionismos y garantismos de todo género, sino que hay también en tal abolicionismo,
y en larga medida, una influencia de la pérdida de la noción del obiectum rei effectæ de las penas.
Se
puede entroncar ahora este capítulo con la anterior referencia a que la
finalidad primera de las penas es la retribución. Antes de seguir con el tema,
querría mencionarles brevemente una novela de Claude Orcival −Le compagnon−, en la que el personaje
principal, Catherine Chastenet, después de matar al marido y ante el Tribunal,
confiesa expresamente la práctica del crimen (esto en contra de la estrategia
de su abogado), pero −¡que sorpresa!− a la mujer la absuelven. Y protesta, vehementer: no quiere, no la pueden absolver,
porque no podría vivir humanamente con la culpa. Con esta mujer va a encontrarse
un sacerdote, que la consuela como puede, diciéndole que así es la posible y
deficiente justicia humana… La pena de Catherine estaba en vivir toda su vida
sin la pena jurídica que pudiera rectificar o compensar el acto tuerto, restaurar
el orden quebrantado por el hecho ilícito y culpable que exigía rectificación, regreso
de lo justo, retribución. Y, ¿por qué sufre Catherine, si no padece la pena
jurídica? Pues sufre porque toma conciencia de que hay una conjunción de penas
y que, de no cumplir una de ellas −la jurídica humana−, las otras de algún modo
pueden permanecer siempre exigibles en su conjunto, sin que de la primera −la
jurídica− pudiera Catherine esperar de ningún modo efectos para atenuar o borrar
las otras. ¿Y qué penas son esas que se conjugan en torno al asesinato del marido
de Catherine? Son de tres tipos: la pena jurídica o política (de la pólis), que no se ha aplicado en su
caso, la pena de la conciencia moral y la pena que viene de Dios, de modo que, por
no cumplir la jurídica que pensaba apropiada a su caso, la mujer se da cuenta
de que las demás penas parecen más fuertes, hasta el punto de provocarle el persistente
sentimiento de privación del bien, bien a que el alma arrepentida desea
regresar.
No
viene al caso, respecto a este tema, tratar aquí de hacer discordancias,
distinciones y enmiendas −algunas, de tenor teológico−, sino de apuntar la existencia
de tales penas y la harmonía de la tríplice punibilidad, invocando una lección aclaradora
de SANTO TOMÁS DE AQUINO, como sigue:
“(…) consecuente es que aquél que se
levante contra el orden establecido reciba de ese mismo orden (…) su castigo
merecido.
(…) fijándonos en los tres órdenes a que
se somete la voluntad humana, puede el hombre ser castigado con triple pena. En
primer término, la voluntad se somete al orden de la propia razón; segundo, al
orden del hombre exterior que gobierna espiritual o temporalmente, política o
económicamente; tercero, al orden universal del gobierno divino” (Suma teológica, Ia.-IIæ., q. 87, a. 1, corpus).
Tres
penas, por lo tanto: una, originada en el propio hombre pecador −el remorsus conscientiæ; otra, proveniente
de la gobernación política (pena ab
homine); por último, la pena que adviene de Dios.
Así,
al estado de culpa −reatus culpæ−
sigue un débito de sanción, reatus pœnæ,
situación que SANTO TOMÁS hace remontar a la fuente paulina: “Tribulatio et angustia in animam omnem
operantis malum” (Rom. 2,9), a fin de concluir que, siendo el pecado agere el mal, así peccatum inducit pœnam (loc.
cit., sed contra).
Bien
se ve que, si el pecado no se pune en el orden político −es decir, en la esfera
de lo jurídico humano−, ya esto es causa de posibles nuevos pecados, de posibles
nuevos pecadores y de posibles nuevas penas, ya que no se dan los debidos
estímulos tanto al miedo de pecar como a la enmienda del pecador. Y es aun de SANTO
TOMÁS la sabia lección de que no conviene cesar la pena mientras no cese la
culpa: non est autem conveniens ut
durante culpa cesset pœna (Super
epistolas S. Pauli, ad Romanos, nº 194).
4. Ninguna
creatura, ni mucho menos el hombre, puede tener más que un solo fin último, y
este es Dios mismo. Por esto la justicia no puede ser un simple resultado variable
de opiniones humanas: solo puede resultar, esto sí, de lo que dicta la misma y
divina Ley de que es partícipe el hombre, sea por los evidentes artículos que, mediante
el habitus de la sindéresis,
aprehende él perfectamente, sea por las conclusiones que, puestas la
experiencia moral y las reglas de la razón, los hombres, ut in pluribus, infieren de modo prójimo al principio de la sindéresis.
Porque, de no ser así, el hombre no tendría un padrón universal de obrar, como
implica lo tenga en orden a la consecución del fin de su naturaleza: y es que,
teniendo el hombre, a su modo de ente racional, a Dios como fin, no es lo mismo
hacer el bien o el mal, no es lo mismo ser probo y ser ímprobo, como si a Dios
no Le importara un iota las concretas conductas humanas.
El
derecho, en cuanto es un medio de salvaguardia de la vida política del hombre,
tiene que ser un instrumento de defensa de los fines humanos −maxime del Fin supremo (quid enim prodest homini si mundum universum
lucretur, animæ vero suæ detrimentum patiatur? –SAN MATEO 16-26). Solo así,
observante de la Ley natural, el derecho se pone al efectivo servicio de la
dignidad humana (en la que tanto hoy se insiste), porque esta dignidad es participación
en la misma superior y sempiterna dignidad de Dios, y exige, pues, la
observación indeclinable de la Ley del Creador, Ley que in suo effectu puede y debe ser conocida por todos los hombres,
pues la Ley natural está grabada in
cordibus humanis para intimación evidente (per se nota) del obrar deseado por el Creador: “æterna legis (…) quae impressa nobis est”
(SAN AGUSTÍN, De libero arbitrio, I,
6).
El
mismo Obispo de Hipona deja establecido, en Contra
Faustum, que la Ley eterna de Dios −summa
ratio Dei− impone desde siempre que se mantenga el orden natural, cuya
turbación Dios prohíbe −ordinem naturalem
conservari iubens, perturbari vetans (22-27)−, e de eso sigue lo dicho por
SANTO TOMÁS: todas las leyes −o sea, las leyes dignas de este nombre−, todas
las leyes proceden de la Ley eterna −omnes
leges a lege æterna procedunt (S. th., Ia.-IIæ., q. 93, a. 3, sed contra),
porque el poder de gobernar deriva del primer gobernante, y todas las leyes, inclusas
las humanas, en cuanto verdaderas leyes, es de la suma ratio de Dios que extraen su razón de ser. En magnífica
síntesis, SAN AGUSTÍN dirá: “En la ley temporal nada hay justo y legítimo que
no hayan tomado los hombres de la ley eterna” (De lib. arb., I, 6).
Por
todo esto, no pueden sorprender del todo −aunque sí lo puedan hacer en una
clave de dominancia políticamente correcta− las sentencias con las que JÜRGEN
BAUMANN, consagrado jurista y antiguo profesor de la Universidad de Tubinga, comienza
su clásico Derecho penal −Conceptos
fundamentales y sistema. Para este autor las normas del Derecho penal
corren, en parte, paralelas a las normas da la Moral, porque, dice él, “la
esencia del auténtico Derecho penal criminal concuerda con los diez
mandamientos”, y prosigue: “(…) no puede ser un orden que oponga a los
principios morales normas propias”, incluso porque −concluye− “no puede existir
un orden socialmente correcto y moralmente reprochable”.
5. No
siempre, sin embargo, tenemos claro que las relaciones entre ilícito, culpa y
persona poseen una marca única de autenticidad: el acto o hecho ilícito es siempre
un obrar concreto persona adversus personas,
un acto singular actuado por una persona en contra de otras, acto este que es la
propia persona in acto. Esto lo vio muy agudamente el Santo Padre PÍO XII en el célebre discurso Accogliete, illustri, dirigido, en
deciembre de 1954, a los participantes del VI Congreso Nacional de la Unione
dei Giuristi Cattolici Italiani: “Il
fatto colpevole”, dice el Papa,
es siempre “una posizione di persona contro persona, tanto se l'oggetto immediato
della colpa è una cosa, come nel furto, quanto se è una persona, come
nell'omicidio”. Pero, en la medida misma en que, mediante un acto concreto, una
persona obra contra otra persona, está puesta una relación, un lazo que liga al
agente del ilícito a la víctima directa de la acción y, más que eso – por tratarse
de un acto practicado en la polis –,
una relación que también se pone entre el agente y todas las otras personas de
la comunidad (para no decir incluso, como lo sostienen algunos −por ejemplo,
Négrier-Dormont y Stamatios Tzitzis−, que esta relación alcanza “toutes les autres personnes du monde”).
Y, si, además, el acto culpable constituye, como lo constituye de hecho, un
desprecio de la autoridad política, se configura también −son palabras ahora del
Papa PIO XII− como “una opposizione
contro Dio stesso, il suo supremo diritto e la sua somma maestà”.
La
autenticidad del acto criminal establece, en el tiempo de la comisión del
hecho, la culpabilidad del agente, y, por esto, una vez establecido ya, en
definitivo, el reatus culpæ, el estatuto
de culpa sigue vigente y atractivo de las penas, como el golpe y el contragolpe
(“colpo e contraccolpo” −PIO XII),
como el precio necesario para
restablecer el des-precio del
ilícito.
Si,
al revés de la aplicación de la pena reintegradora del orden moral quebrantado
y de la sanación de las lesiones políticas, se pone una relajación del castigo,
se da de este modo un rompimiento de la estructura “ilícito-culpa-persona”,
porque ya no se estima el hecho de que el reatus
pœnæ es un efecto de la autenticidad de la culpa, y de que la pena pone
frente a frente a una persona con otra. Siendo la autoridad política la persona
que representa todas las personas afectadas por el acto criminal, y siendo la
imposición de la pena la dimensión postrera de la tragedia personal del acto
culpable, demitir por regla general la punición, abdicar −ordinariamente− la
previsión de penas o su efectiva aplicación implica de algún modo una
despersonalización, implica negar las deudas contraídas por una persona con
otras y, más todavía, impedir que la privación del bien, mediante la pena,
sirva de ejemplo a todos, “como antes sirvió de escándalo la culpa” −sicut sunt scandalizati de culpa (S.th., III, q. 69, a. 2, ad 3um). La pena legítima también
es una relación personal −personæ contra
personam, aunque, secundum quid, etiam pro personis, porque el sufrimiento impuesto concretamente a
alguien le busca, al fin, su bien propio, pero, no menos, a todos los demás les
sirve el bien social de la pena (S.th, Ia.-IIæ., q. 87, a. 3, ad 3um, y a. 8, ad 2um).
6. Aunque,
excepcionalmente, no se niega la posibilidad del ejercicio piadoso de la
indulgencia de la autoridad, esto no puede ser una regla corriente e
imprudente, sobre todo si es para temer que venga −con este propósito o sin él−
en menoscabo más amplio de la rectitud moral de la comunidad.
Por
y desde la estrepitosa proclamación de supuestos nuevos “derechos” en estos
tiempos que nos toca vivir −“derechos” que conciernen en especial a los temas
de la vida, de la familia, de la libertad o libertinaje sexual, de la educación
de la prole y, en general, de la cultura−, emergió también una desconstrucción de
la normativa protectora de los bienes morales correspondientes, disolución a la
que concurrieron, en unos tantos casos, leyes aparentes para custodia de
acciones ya desde hacía mucho tenidas por gravemente lesivas al bien común y a
la dignidad del hombre, dignidad que, como visto, no es dignidad sino por ser el
hombre imago Dei, o sea: no es verdadera
dignidad sino por la participación de la creatura racional en la infinitamente superior
dignidad de Dios.
Ya
JUAN PABLO II, en la Encíclica Evangelium
vitae, ha subrayado la temática de estos “nuevos derechos”, poniendo por
caso lo referible a la vida. Son sus palabras:
“(…) nuestra atención quiere
concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida
naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y
suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder,
en la conciencia colectiva, el carácter de «delito» y a asumir paradójicamente
el de «derecho», hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio
reconocimiento legal por parte del Estado” (nº 11).
Y
a esta referencia pueden aquí sumarse, tomadas al azar, las consideraciones de ÉLIZABETH
MONTFORT en Le genre démasqué, y de
ABELARDO LOBATO (“Nuevos derechos humanos”, in Lexicon):
“La noción
de «persona» (escribió Montfort), ente capaz de crear relaciones con su
semejante y fundamento de la noción de derecho en la sociedad, es sustituida
por la de «individuo» que elije sus verdades, sus placeres y sus intereses, que
legitima creando nuevos derechos sin fundamento objetivo” (p. 61).
Y
ahora lo que dice LOBATO:
“Es claro
que no basta una ley cualquiera, aun en el caso de que esté emanada por los
organismos competentes, para fundar un auténtico derecho, como se acepta
pacíficamente desde que se da por bueno la concepción rousoniana de la ley como
expresión de la voluntad de una mayoría. Si la ley no es justa, no es ley sino
corrupción de la ley y no puede obligar en conciencia. Pero de hecho tenemos
leyes pro-aborto, pro-eutanasia emanadas de los Parlamentos. Tampoco puede
darse por válido el capricho de los individuos que, haciendo de su capa un
sayo, deciden sobre su propio sexo, se unen en parejas de homosexuales y
pretenden disfrutar de los derechos que la sociedad concede a la institución de
la familia formada por el matrimonio estable e indisoluble de varón y mujer con
carácter público” (p. 901).
La
competencia legislativa de la potestas
política no tiene legítima discrecionalidad para esquivar la auctoritas de la rerum natura −que tiene en sí inscrita la Ley natural: desde luego,
porque el poder político es solamente una derivación participativa de la
autoridad de Dios; nunca es demasiado, en un siglo que está bajo el influjo de
los devaneos de Rousseau, repetir las palabras del Apóstol: “no hay autoridad
sino de parte de Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas −a Deo ordinatæ sunt” (SAN PABLO, Rom.
13-1). De suerte que hay una especie de
vicariato de Dios que ejercen los jefes políticos: la autenticidad del poder
gubernativo humano proviene siempre de la auctoritas
de Dios, lo que les impone limitaciones superiores, pues la constitución de la misma
comunidad y de todas sus leyes no se puede concretar nunca en oposición a los
dictámenes de la Ley divina, de cuya juridicidad son partícipes todas las
instituciones humanas.
Además,
diversamente de lo que pasa, por ejemplo, con la sociedad conyugal −cuya formación
regla directamente la Ley natural−, la naturalidad estructural de la comunidad
política es solamente secundum quid, porque,
si, de un lado, se exige la existencia de una societas perfecta temporal para satisfacer la propiedad natural del
hombre de vivir en sociedad, ha de entenderse, de otro lado, que la concreta
formación de la ciudad es un asunto histórico, sujeto a una variación posible de
condiciones y circunstancias, aunque siempre se impone cumplir las superiores normas
de la Ley eterna, entre las cuales está la que comete a la autoridad pública el
cuidado del bien común. Y, en este sentido, el poder político debe valerse del
Derecho penal: o sea, instituir y aplicar penas sensibles a fin de obligar a la
observancia de la justicia (SANTO TOMÁS, Suma contra gentiles, III, c. 146, nº 3.193, y S.th., Ia.-IIæ., q.
87, a. 1, ad 2um).
Pero
el tema que hoy día al parecer más importa es que no solo se da el caso muy
frecuente de que, de hecho, el poder social no solo se aparte de la Ley natural
de manera activa −por ejemplo, cum legibus corruptis: así las “leyes” que
promueven el aborto, la eutanasia, el divorcio vincular−, sino también de que
lo haga de modo negativo, omitiendo el
poder humano las normas positivas necesarias a la eficacia política y a la
defensa del orden querido por Dios. A las desviaciones de la ordenación de los
actos humanos al fin deseado por el Creador debe corresponder un orden de penas
(S.c.g., III, c. 140, nº 3.147),
porque es por la pena −nisi per pœnam−
que se da la reducción del desorden de la culpa al orden de la justicia (S.th., III, q. 86, a. 4, corpus; Ia.-IIæ., q. 87, a. 6, corpus).
Y
si, por la misma naturaleza de las cosas, el bien común exige el temor de la
pena −timor pœnæ (S.th., Ia.-IIæ., q. 92, a. 2, corpus),
tiene el poder político el deber de legislar en lo Penal, porque, además de que
el ilícito atraiga el castigo en orden a la reintegración de la justicia (S.th., Ia.-IIæ., q. 87, a. 6, corpus; a. 3, corpus y ad 3um)
y de que las penas tengan efecto medicinal (S.th.,
Ia.-IIæ., q. 87, a. 1, ad 2um, y IIa.-IIæ., q. 92, a. 2, ad 4um), hay algo del todo decisivo: y es que, aunque la ley natural prevé el
castigo de los que pecan −qui peccat,
puniatur−, no hay empero en la naturaleza disposiciones sobre la cualidad y
la cuantidad de las penas, accidentes que, por lo tanto, deben determinarse por
el legislador humano (S.th, Ia.-IIæ., q. 95, a. 2, corpus).
Se
falta, así, al deber de legislar en lo penal con la abstención de normas para
determinar el castigo necesario a prohibir de modo eficaz no todos los actos
viciosos, sino sí los que pueden destruir la sociedad humana (S.th., IIa.-IIæ, q. 77, a. 1, ad 1um; Ia.-IIæ.
q. 96, a. 2, corpus, y a. 3, corpus): por poner un ejemplo que nos salta
ahora a la vista, bastaría considerar la omisión de penas para el ilícito del
homicidio de inocentes (a esta magna falta se debería agregar una lista de
muchas otras omisiones respecto a la familia, así como la laxitud que atenta
contra la fidelidad matrimonial y la indisolubilidad del vínculo conyugal, o también
cerca de la permisión, hoy de moda y que al parecer no tiene límites, a la
elección consensual de identidad sexual y al reconocimiento jurídico de
cualesquiera modelos de unión sexual).
Estamos a una altura en la que el
menosprecio de la Ley divina provoca una situación creadora de anomía, en la que
actos criminales por naturaleza (bastaría referir el aborto y la eutanasia) se
van normalizando, porque se crean “falsos derechos” opuestos al orden natural
y, pues, a la verdadera dignidad de los hombres. No podemos hallar la paz −sea
la interior, sea la política− si no reencontramos el sentido del pecado y el de
la necesidad de las penas. Y a las palabras con que Roger MERLE termina su La penitence y la peine −“El Estado debe
la pena, aflictiva y coercitiva, a la víctima, a la sociedad, al propio
delincuente”, agreguemos nosotros, por último, que la previsión y la aplicación
de justas penas el Estado también las debe a Dios, Nuestro Creador.
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